EN CONSTRUCCIÓN
ROCKSTAR
Las cuevas son lugares por los que se nos concede el privilegio de contemplar la intimidad de la tierra. Accidentes que desvelan un secreto que no pareciera estar trazado para revelarse a los seres humanos. Al adentrarse en ellas, uno se siente como una sonda dentro de otro mundo, de otro cuerpo; de un paisaje tan terrícola que, paradójicamente, parece extraterrestre. Suelen ser buenos escenarios para replantearse el concepto de belleza; desde la grotesca oscuridad surgen formas caprichosas y extravagantes que sin embargo nos acercan a lo sublime.
Altamira sobrecoge por todo eso y por mucho más. Fundamentalmente por saberse en el origen de algo, en un punto de partida por excelencia. Desde el punto de vista artístico, podríamos decir que estar allí significa encontrarse con el o la primera artista. Y es que Altamira no es solo un lugar, es un icono universal. Su influencia perdura a lo largo del tiempo no solo como tesoro histórico, sino también como paradigma de la creatividad y la inspiración que sigue ejerciendo en la cultura contemporánea. Altamira es una celebridad, una diva, una rockstar.
Hay algo en mi aproximación que trata de mostrar eso mítico y legendario de Altamira como un icono vivo, generando nuevas formas y relaciones a través de su superficie, sus volúmenes y su longeva piel tatuada, con todos sus misterios y códigos aún por descifrar. Con una actitud poética, aun usando la herramienta analítica de un forense -esta vez la luz eléctrica de la civilización y no la cálida intermitencia del fuego-, documentamos el cuerpo y elucubramos sobre sus formas y sus incógnitas para posteriormente construir otro escenario nuevo. Tal vez hay también algo de Dr. Frankenstein en ese deseo de generar y dar vida a una nueva criatura, asumiendo
y abrazando esa belleza anómala y monstruosa a través de una suerte de collage, en este caso fotográfico, cuyas capas
no dejan de ser la continuación de un antiguo palimpsesto.